lunes, 9 de mayo de 2011

del 10 de mayo y otros sujetos

Cuando alguien se enoja, las “malas” palabras de su idioma afloran con fuerza, algo así decía Octavio Paz en su Laberinto. Uno puede hacer arte con sus sentimientos, pero ¿qué hacer cuando no bastan las palabras más bellas ni la amplia gama de colores en el universo? Una opción, la que eligieron el domingo 8 de mayo miles de mexicanos, es simplemente gritar con toda la fuerza de la indignación: “¡Estamos hasta la madre!”.
Por años, maldecir y reproducir maldiciones estuvo prohibido en los medios de comunicación nacionales. Poco a poco, el público se acostumbró a las maldiciones en los programas de comedia y en las caricaturas de prensa. El humor justificaba la palabra “mala”. Ayer no hubo humor en el Zócalo. Miles de mexicanos llegaron desde todos los extremos al centro simbólico del país para realizar una terapia colectiva y compartir una esperanza agonizante. Para exigir paz y alto a la violencia, cuatro palabras resonaron frente a Palacio Nacional: “¡Estamos hasta la madre!”.
Después de los discursos y el rosario de testimonios de dolor e impotencia, después de la peregrinación de tres días y la memoria lacerante, esas miles de voces callaron cinco minutos y en el silencio flotó sólo el resonar de las campanas de la catedral y la música prehispánica para turistas. Estamos en México, decían los sonidos, y estamos hasta la madre, decía el silencio vestido de blanco.
¿Qué puede hacer un poeta si ya no puede escribir “buenas” palabras? A Javier Sicilia le arrebataron un hijo y él entonces arrebató una frase del listado de maldiciones populares mexicanas. ¿Qué más escribir cuando la belleza se baña de sangre? “¡Estamos hasta la madre!” fue un sólo estruendo de quienes no olvidan, la frase que es de todos y de nadie, ¿quién es el autor? No importa. La frase apareció en carteles y camisetas. El nuevo mantra hizo eco en los edificios coloniales y los restos de imperio azteca aplastado.
El 8 de mayo, la plaza central del país fue tomada como fue tomado el lenguaje. Nadie pidió permiso porque la muerte tampoco lo hizo. Y entre todas las palabras que pudieron elegirse, se eligió una frase sin traducción y que, sin embargo, no requiere sinónimos ni complementos para ser la más fiel representante del dolor del país que la origina mientras la grita con la fuerza que aún queda: “¡Estamos hasta la madre!”. Y la ironía inevitable estuvo en las voces de tantas madres hoy sin hijos que lo gritaron.

domingo, 6 de junio de 2010

abc


En Sonora nunca protestábamos en las calles. Eso de salir a la calle, tomar pantarcas y gritar consignas siempre fue algo de los "mexicanos del sur" -osea, de Sinaloa para abajo-.
En Sonora, pocos empleaban el argot que cualquier estudiante de la UNAM puede utilizar de alimento diario: "conciencia ciudadana", "movimientos sociales", "solidaridad"...
En Sonora, según la prensa, nunca pasa nada o pasa todo -y todo son las "guerras" del narco y nada más-.
En Hermosillo, Sonora murieron 49 niños quemados en una guardería hace un año. Sonora desde entonces no ha vuelto a ser igual.
Estábamos tan desacostumbrados a las manifestaciones que en la primera marcha que se llegó hasta el frente del palacio de gobierno en Hermosillo, muchos rostros reflejaron el miedo, muchas bocas enmudecieron para no gritar la consigna de los atrevidos: "Bours asesino". Sin embargo, al marchar no importó la filiación política, religión o clase social. Al marchar fuimos una sola ciudad buscando respuesta a lo que nos había pasado de pronto, sin más culpa que haber confiado en nuestra propia elección. También a eso estábamos desacostumbrados.
Estábamos tan desacostumbrados a protestar que en las manifestaciones en el DF, nuestros gritos temerosos eran opacados por los de los chilangos solidarios a la causa: "Sonora, hermano, el DF te da la mano"/ "Los niños de Sonora también son nuestros hijos". Las marchas aquí no fueron de silencio sino de gritos por la justicia; y la justicia no sólo para el caso de los 49 niños, sino para los presos políticos, los trabajadores desplazados, los desaparecidos.
Estábamos tan lejanos -geográfica y culturalmente-, que hasta que nos tocó, no estabamos acostumbrados a reclamar por las otras injusticias que hoy se fusionaron con nuestro propio dolor.
Nunca entendí a quienes protestaban sin conocer de fondo las razones de un movimiento. Quizá por eso rehuía las marchas. Porque entender lleva tiempo, y las marchas tienen hora y trayectoria fija. No obstante, la marcha por los niños de la Guardería ABC de Hermosillo, no fue mi primera marcha, pero sí la primera en la que cada paso era consciente, la primera que no fue impulsada por mis extraños deseos antropológicos-turísticos de vivirlo todo en modo de observador-participante. Porque uno puede no entender los huecos oscuros de la historia, la política, la ideología, pero cuando 49 niños inocentes mueren, no hay más qué entender.
Cuando marchas por un Paseo de la Reforma desolado de autos, porque para que marches ha sido desolado, hay una sensación de apropiación del espacio público que hace entender esa adicción dominical a las marchas en la capital del país. ¿Sirve de algo marchar? Sobre la avenida más mítica de la Ciudad de México, uno ve el Ángel de la Independencia y el autobús cargado de turistas pasar y hacernos objeto de su cámara desechable, porque quizá seremos una muestra más qué llevar a los amigos de su exótica ventura tercermundista. Si sirve de algo marchar es quizá para mantener la ilusión de que la calle es nuestra y la esperanza de que siempre habrá quién comparta nuestra ilusión.

lunes, 8 de febrero de 2010

Historia de una entrevista jamás terminada



¿Qué se pregunta a quien ha recibido miles de preguntas? ¿Qué se pregunta a quien ha hecho y se ha hecho tantas preguntas en su vida? La noticia de la muerte de Tomás Eloy Martínez me llegó justo el día que iba a retomar mi tesis sobre la influencia de su obra en el periodismo y la literatura latinoamericana, después de mi viaje a Argentina y mi semifallida búsqueda de sus respuestas que sólo me dieron más preguntas, ahora sin contestar. Si de algo me aseguro cada vez más en mi trabajo como periodista es que la entrevista es un recurso bastante inútil para aplicarse a los escritores. ¿Para qué buscar una interpretación más allá de su obra misma? En su literatura están las respuestas a todo lo que pase por nuestra mente y que tenga realmente importancia respecto a los autores. ¿Por qué entrevistar entonces? Tal vez sólo por tener el pretexto que no tienen los comunes mortales para tener frente a frente a quien pareciera inalcanzable, para tener una anécdota que contar al final del día o de nuestra carrera.
A conocer la obra y vida de Tomás Eloy Martínez le he dedicado dos años de mi propia vida. Sólo dialogué con él cuatro veces. De mi primer encuentro, dependen todos los demás, y mi propia vocación e interés por un tipo de periodismo que más que género narrativo parece una especie de secta en que pocos coincidimos con Tomás. No es lugar aquí para analizar la estética de su escritura, su propuesta de fusión de géneros periodísticos y literarios, ni la relación personal y colectiva de la Argentina con su historia que impregnan sus novelas. No es lugar para esto, pero sí para saber que esto precisamente ha sido la motivación vocacional que muchos compartimos gracias a él.
Era 2004, yo era parte de un “viaje de estudios” de la escuela de Letras de la Universidad de Sonora a la Cátedra Cortázar, una especie de groupies pero de escritores latinoamericanos. Ya se conocía en Argentina la mayor parte de su obra por la que ahora es célebre: La novela de Perón, La Pasión según Trelew… Pero en México hacía su presentación estelar con una nueva edición de Santa Evita, luego del revuelo de la figura de Eva Perón con el musical de Broadway y la película protagonizada por Madona. Por ello quizá aquella tarde pocos repararon en el discreto hombre de cabello todavía más negro que blanco, traje azul oscuro y porte erguido, que saludaba a las leyendas del “boom” como el entrañable amigo que era. El recinto de la Universidad de Guadalajara se llenó de estudiantes de letras y periodistas nacionales que sólo deseaban autógrafos y declaraciones de “los grandes” del evento: Gabriel García Márquez, José Saramago y Carlos Fuentes.
Sólo una aprendiz de periodista se atrevería a ponerle en frente una grabadora a un escritor de ese tamaño, sin la certeza exacta de qué preguntar, y sin haber leído uno solo de sus libros. Lo confieso, lo único que tenía entonces de periodista era ese instinto de correr detrás de la noticia y no dejar escapar la oportunidad de tener algo qué publicar. Y sin embargo, de Tomás me sorprendieron su cristalina mirada de ojos profundamente azules y melancólicos, la seguridad y elegancia de dandy viejo, la humildad para dedicarle casi media hora a una joven que no representaba a ningún medio importante y la generosidad para escribir la dedicatoria más bella que he recibido en la novela Santa Evita (que entonces no había leído pero que sería mi tema central de tesis de maestría en Estudios Latinoamericanos cuatro años después): “Para Liliana, con gratitud por sus preguntas.”
Cuando el año pasado viví en Argentina cinco meses, ya era una groupie más especializada. Me dediqué a buscar pistas sobre T.E.M., que aún estaba en Nueva York cuando yo llegué a su tierra, procedente irónicamente de N.Y. Así conocí a su hijo Gonzalo, quien me enseñó a ver en Tomás a un ser humano como todos, que ama y sufre. A su ahora viuda, Gabriela Esquivada, que cuidaba de él con una admiración profunda. A Noé Jitrik y Roberto Ferro que me acercaron a su obra desde la academia y sus recuerdos de amistad.
En su natal Tucumán confieso que busqué su casa pero sólo encontré un estacionamiento; la tarde de ese día conocí a María Eugenia, su amiga de la infancia que a pesar de sus achaques de profesora universitaria jubilada aún ríe al recordar los paseos al campo con el galán “Tomasito”. Al día siguiente María Santillán me abrió las puertas del archivo de La Gaceta, el periódico donde el talento del escritor se hizo público por primera vez. Entre las carpetas con ineludible olor a tinta guardada dedicadas a T.E.M, pude observar textos en papel amarillo, mecanografiados y adornados con las correcciones del autor a mano.
Otra tarde en un café de Recoleta, en Buenos Aires, su primer editor y aún director y propietario de este diario, Daniel Dessein, me compartiría los primeros años del Tomás periodista que él se enorgullece de haber descubierto: Martínez tenía sólo 16 años cuando a través de su padre, que trabaja como obrero en las prensas, le hizo llegar al director un primer texto sobre Elliot. Dessein lo leyó con desconfianza, pero se sorprendió por la forma de adjetivar de Tomás y empezó a publicarle reseñas de cine, teatro y libros a pesar de las fuertes críticas de los escritores consagrados locales, quienes advertían que Tomás jamás llegaría a ser buen escritor.
“Tomás en aquel tiempo era católico militante, venía del catolicismo liberal, pero muy rápidamente se fue apartando de sus orígenes. Era un hombre tan ferviente que incluso cuando participaba en las procesiones de Tucumán en lugar de llevar la vela en un portavela, la llevaba en la mano para que la cera le quemara”, todavía recuerda su primer jefe de un escritor que, en sus inicios, para titular sus cuentos abría la Biblia y elegía una frase al azar.
Si dejó su tierra gracias a una reseña de cine que le gustó a un editor del diario La Nación, también por la libertad de seguir criticando cine a su modo fue que se quedó después un año sin trabajo, ya en la capital argentina. “Cuando le pidieron que dejara de hacer críticas sobre películas de Hollywood porque estaba en riesgo la publicidad del periódico, Tomás dijo: ‘mi trabajo está en venta, mi firma no’”, me narró Dessein, casi como si él mismo hubiera estado ahí.
Como sus personajes se confunden, se diluyen y se pierden en las calles de Buenos Aires, Tomás se me escapaba cada vez que estaba a punto de encontrarlo. Su enfermedad avanzaba cada vez más, y cada vez menos deseaba entrevistas. Hablé por teléfono con él desde un locutorio de Avenida de Mayo, él estaba seguramente a unas cuadras, en su casa de San Telmo, pero su voz cansada y apenas audible me invitó a la prudencia. Hablamos de su amiga Elena Poniatowska. “Yo quiero mucho a Elenita, pero no hacemos lo mismo”, y eso bastó para rebatir mi idea de comparar su obra con alguna otra.
La segunda y última vez que lo vi en persona fue en una selecta rueda de prensa en las oficinas de Alfaguara Argentina a causa de la reedición de su obra completa y el Premio Ortega y Gasset. Ahí se atrevió a regalarnos una edición muy especial de Bazán, que no era de Alfaguara sino de Eloísa Cartonera, una editorial de niños de la calle. Ahí también fue que me compartió su última enseñanza sin saberlo: “Los narradores escribimos sobre lo que sabemos para aprender aquello que no sabemos, para conocer aquello que no conocemos; en verdad, la escritura de novelas, como la escritura en general y el periodismo, es una exploración de caminos desconocidos, inexplorados, la búsqueda de luces que vislumbramos pero no vemos”.
Su muerte no estaba en mi plan de investigación de tesis. Como no lo estaba quizá en su plan inmediato, al menos no cuando dijo aquella tarde entre sus colegas periodistas que había decidido retirarse de la docencia en Rutgers University para dedicarse a escribir, que habría que cambiar su curriculum de “profesor residente y profesor distinguido” a “profesor emérito”, pero sólo a partir de junio de 2010, “todavía queda un año para eso”, dijo con la despreocupación de una paciencia alegre que sigue guardada en mi grabadora. Y con la misma paciencia estaba trabajando, me contó, en un libro que le había encargado una editorial inglesa para una colección de historias sobre mitos griegos; él narraría algo sobre el Olimpo, pero, de nuevo, desde la historia de su país como punto de partida: “Es muy difícil insertar el Olimpo de los dioses griegos en esa realidad siniestra, pero algo que no tiene que ver con la realidad pero que sí desemboca en la realidad argentina está en ciernes”.
Aquella primera imagen en Guadalajara de escritor dandy –aún cuando afirmara que el verdadero galán del grupo era Carlos Fuentes-, contrastó con mi última imagen de un hombre que doblaba las rodillas al caminar tomado cariñosamente de los brazos por sus hijos Ezequiel y Gonzalo. Fue esa última vez que lo vi cuando prometió contestar mis preguntas por e-mail. La respuesta que recibí ya en México, fue la última que recibiré de él: “Por lo general, cumplo siempre con lo que prometo. Pero en este caso tengo que pedirte disculpas porque mi salud no anda bien y mis energías son escasas.” Y a espera de rendirle en mi trabajo el mayor homenaje que pueda, me quedo con sus libros y con las preguntas de una entrevista nunca finalizada, preguntas descartadas para siempre porque, de cualquier forma, ¿qué preguntar a quien vivió de buscar respuestas para sus propias preguntas?

sábado, 16 de mayo de 2009

Gripe porcina en el exilio

Cuando atravesé la frontera de Bolivia con Argentina hace unos meses, me sorprendió que mi pasaporte hubiera sido visado por 90 días de estancia en menos de 20 minutos, sin que un oficial de aduana me haya siquiera visto. Después de más de 20 horas de viaje agradecía la tradición de buenas relaciones diplomáticas de México con el mundo.

Sorpresa comprensible para quien la experiencia de frontera terrestre ha sido con “la frontera” (la gringa claro). Incomprensible quizá para los bolivianos y peruanos que seguirían esperando por seis horas promedio –incluyendo sol de mediodía y radiografías para comprobar que no eran traficantes de cualquier cosa- en la fila de la que a mí y a un grupo de canadienses y europeos nos habían sacado de inmediato.

La misma escena –pero con oficiales observándome por un minuto al menos- se había repetido cuando llegué por primera vez al aeropuerto de Ezeiza y cuando regresé de Chile por la cordillera andina. Sólo observar el pasaporte mexicano, bastaba para que sonrieran y me hablaran de su admiración por mi país.

Hace una semana el anuncio de la epidemia de gripe porcina en México hizo que los noticieros argentinos cambiaran sus notas de trifulcas y asesinatos locales, el grave riesgo de contagio nacional por dengue y los viajes de Cristina K –los partidos de futbol nunca- por los alarmantes reportes del peligro de pandemia.

Antes la respuesta a la pregunta de siempre cuando tienes cara de extranjero –“¿de dónde sos?”- provocaba primero sorpresa –siempre suponen que soy colombiana o venezolana, ¿me harán falta las trenzas y el reboso? ¿qué es ser mexicano para ellos?- y luego una serie de lugares comunes: el Chavo del Ocho, Pedro Infante, Thalía, los tacos, el mariachi, el tequila, el “ají”, las fajitas, etc.

Ahora, a la misma respuesta en puestos de artesanías, locales de revistas, en la panadería de siempre, sigue un incómodo silencio –lo cual me hace pensar que quizá sería mejor que sigan pensando en mi aparente colombianidad.

Los noticieros repitiendo el binomio “México-gripe porcina” se empezaron a reproducir a ritmo vertiginoso en los restaurantes, los taxis, la escuela, las conversaciones de café, hasta que llegó la gota del vaso casi lleno: cerrar aeropuertos a México (o más específicamente, a las aerolíneas mexicanas).

Hasta entonces toleraba los escándalos mediáticos -visiblemente más alarmantes si se comparaban con las versiones mexicanas-, pero la psicosis llegó demasiado lejos cuando impidieron que mi madre viniera a visitarme –¿alguien habría pensado hace dos meses que se iba a desatar una epidemia en México, que correría riesgo de pandemia, que Argentina sería el primero en darnos la espalda?- Empecé a sentirme radioescucha del legendario programa de Orson Welles.

Después de las historias en televisión nacional donde la culpa de origen tenía que ver siempre con México (desde los regresos vacaciones de Cancún hasta el miedo de un chofer por transportar turistas mexicanos), la medida parecía tranquilizar a los porteños; aunque no al taxista que trasladó a mi prima –mexicana- desde el aeropuerto a mi depa: ¿cómo pudo llegar?, le preguntó ingenuamente sorprendido, como si el anuncio de cancelar vuelos provenientes de México, impidiera que los mexicanos llegaran vía Estados Unidos, Perú o Chile.

Si logra regresar a México en unos días, mi prima no se llevará los recuerdos de un país que expresa -¿expresaba?- su alegría por recibirnos y que yo me llevaré con cariño –si también logro salir-. Sí le quedarán los miedos al mostrar el pasaporte, la imagen de los tapabocas en museos y demás lugares turísticos ante turistas “como ella”, las preguntas incómodas sin respuesta porque no hay respuesta –¡ni imaginar que ahora alguien desee compartirnos generosamente unos mates!-.

Ante aproximadamente 20 mil casos de personas afectadas por epidemia de dengue amazónico que ha llegado hasta la capital –las cifras son inciertas-, la frontera con Bolivia no se ha cerrado; ante una amenaza que no ha confirmado muertes acá, hace una semana Argentina se convirtió en el primer país en cerrarnos el paso (luego el “espíritu latinoamericanista” seguiría presente con Cuba y Perú).

Sea porque el gobierno argentino cuida de su pueblo como se ha manejado aquí, sea por medidas drásticas sin pruebas científicas como lo declaró la OMS o por discriminación como se ha dicho en México, la situación de tintes apocalípticos hace mella alrededor.

Los hechos traen a la memoria otros hechos, la grieta histórica se abre de nuevo: el exilio durante la dictadura, los convenios comerciales, la política de reciprocidad, la amistad diplomática en peligro. Y a mí cada noticia me trae la imagen de mi madre que hace y deshace su maleta, mientras después de una semana de vuelos en “stand by” hasta nuevo aviso por la tarde, sólo el embajador argentino en nuestro país se atreve a enfrentar a los ofendidos mexicanos con un disculpe las molestias que esto le ocasiona.

jueves, 2 de abril de 2009

La muerte trajo al frío o el frío trajo a la muerte, quién sabe, pero cuando mi compañera de departamento sintió miedo por el aire que movía las puertas seguramente no imaginó que al día siguiente los noticieros porteños amanecerían con una imagen inmóvil que quizá explicara, lejana y místicamente, su intento de premonición: el imponente Congreso de la Nación cercado de flores de muerto, una larga fila de personas de variada edad con iguales narices rojas y un tráfico detenido al borde del parque en el que desemboca la gran Avenida de Mayo.

Un ex-presidente muerto: Raúl Alfonsín. Luto nacional de tres días. A las nueve de la mañana no significaba mucho ni para mí ni mis amigas mexicanas. En México se hacen aglomeraciones más grandes cada domingo en un zócalo incomparable en dimensiones con las plazas bonaerenses. En México el luto puede ser por Cantinflas o Pedro Infante, pero no por expresidentes. En México no hubo una dictadura con 30 mil desaparecidos y por tanto no hubo inmediatamente después un primer presidente elegido democráticamente y ahora llorado por 85 mil personas al pie del ataúd.

Al salir a la calle, el viento helado me sorprendió después de días de 35 grados. No era un día como todos. Hacia las 10, empezé a entender por qué Tomás Eloy Martínez –el escritor argentino culpable de que yo esté aquí- insiste en que la historia argentina siempre vuelve sobre sí misma –quizá como Hegel pero con más pesar-. Hace una semana la ciudad ya había refrendado el dolor de la memoria que no muere al conmemorar la dictadura militar y justo a un día de recordar la derrota contra los ingleses en la guerra de las Malvinas, muere un presidente elegido democráticamente.

A las 11 estaba más allá del fastidio de verme obligada en todo café –y en Buenos Aires brotan tan de sorpresa como “los sin techo”- a dar seguimiento a la sosa cobertura informativa que no mostraba ni otro congreso ni otra larga fila ni otras flores. La oficina central de DHL Argentina me había amablemente informado que debido a una restricción de aduana el paquete que esperaba no podía ser reclamado sin un pago de 60 dólares y un cambio en el nombre del destinatario, y el cambio no podía hacerlo hoy porque ya estaban a punto de cerrar, ni mañana por el asueto a causa de las Malvinas, ni el viernes porque seguía el luto nacional, “porque sabe, se nos murió un expresidente y bueno…”

Ahora sí empezaba a sentir –de manera frívola y egoísta, sí- el peso de la historia de un país ajeno. Las ideas de Martínez fueron totalmente comprobadas hacia el mediodía, cuando un oficinista chilango tuvo como única respuesta a mis quejas estilo norteño (casi a gritos argentinos), la más irrazonable y a la vez ahora irrebatible respuesta: “De Argentina no nos hacemos responsables, en ese país cambian las leyes todos los días”.



Un oficinista sentado solo al lado de mi mesa también sola quiere que comprenda mejor la importancia del día: “No se ha visto algo igual desde que murió Perón en el 74”, mientras ambos observamos el televisor del restaurant que sigue en la misma imagen: congreso, gente, flores; el congreso que con sus altas columnas tan romanas y blancas se ha convertido en una especie de faraónica tumba.
A las 2:30 ya no hay nada que hacer por la retención de mi paquete, la aduana ha cerrado oficinas en Ezeiza y en las oficinas de DHL me miran sin misericordia, no hay más que hacer, es natural que todo cierre hasta el lunes, y me repiten: que hoy se murió un expresidente, que mañana hay que recordar a las Malvinas perdidas y el viernes seguir recordando también al expresidente –“son tres días de luto nacional y bueno…”-, y el fin de semana ni pensarlo.

Termino por aceptar el curso del día y de la historia que se asoma al presente y distorciona lo cotidiano. Sin esa retención sinsentido de mi envío en aduana, sin haber salido a la calle ese día de frío y muerte, no hubiera entendido mejor –quizá- a Tomás, me consuelo. Camino derecho sobre Avenida de Mayo las menos de diez cuadras que me separan del lugar del duelo. En menos de cinco minutos tengo frente a mí al mismo congreso que observé todo el día en la tele.

Alcanzo a llegar hasta Callao y Rivadavia, “si quiere hacer cola para verlo llegará como a medianoche”, me advierte una señora; encuentra cómodo el lugar que yo he elegido tras la reja que divide a los que hacen fila y los que miran a los que hacen fila.

Para poder observar las flores, la fila de gente y los fotógrafos pululando orgullosos de su carnet, levantamos una de las mantas –“sos nuestra bandera, juventud radicalista”-. Raúl Alfonsín fue el mejor presidente que ha tenido la Argentina, cuenta la mujer; luego también cuenta que es profesora universitaria jubilada, socióloga, que no estuvo para votar por él porque aún estaba exiliada en Centroamérica, que justo un año antes ella y su esposo habían sido torturados y desaparecidos.

A nuestro pequeño mirador se acerca una mujer visiblemente más vieja. “Tengo 79 años y ya he visto mucha mierda”, declara con desparpajo. Con ver las flores y la gente se conforma, murmulla a mi oído, ¿con ver a la presidenta también?, pregunto para provocar, “no, ésa está en Inglaterra, siempre está viajando, tal vez venga Néstor, pero mejor que ni se acerque, lo van a silvar; o mejor sí, para que se dé cuenta de la realidad”.

Cuando vi salir a la gente con la cara inchada, los ojos acuosos, olvidé un poco mi egoista preocupación por el envío retenido en aduana. Se escuchan las juventudes radicalistas, las juventudes y viejetudes; se escuchan al cantar el himno nacional, cantar el nombre, cantar un sólo nombre. “Yo era peronista entonces, pero él era buena persona, se hizo querer”, me dice Juan Ramón.

Todo inició en el 83, me dice mi nuevo compañero de mirador. Al saber que soy mexicana trata de encontrar el equivalente: “Con ustedes estaría Alfonso Mateos”, no lo corrijo, bastante que sepa a medias el nombre de un presidente que nunca fue el suyo. Vuelve a conjeturar: “Usted tendría unos cinco años”, entonces sí lo corrijo: “En ese año nací”. No hay duda, la historia se devuelve y a todos nos toca parte del pasado, aunque no haya sido el nuestro.


La multitud silenciosa me sorprende. En México ya estarían vendiendo tacos, agua, fotos del difuntito. Aquí hay que salir del perímetro luctuoso para vislumbrar de nuevo la vida, la vida de acá: los mismos mendigos en sus casas de colchones malolientes acampando en los recovecos de plazas y dinteles de edificios destartalados, los mismos turistas con sus cámaras digitales disparando sin ton ni son sobre los edificios no destatalados, los mismos argentinos con sus mismos piropos argentinos.

Hace una semana la marcha –con mucha de la misma gente quizá- iniciaba en congreso para terminar en la Casa Rosada; ahora la Avenida de Mayo sólo giró la dirección de la corriente y la Avenida 9 de Julio sigue siendo el eje de una memoria que se manifiesta, el eje de todas las edades, credos, clases sociales y partidos políticos, las lágrimas tienen la misma sal.

Al frío del día de la muerte se le suma la melancólica lluvia del día del entierro. Los periodistas de la vieja guardia empiezan a compararlo con el día también lluvioso del entierro de Juan Domingo Perón, “salvando las distancias”, se defienden sin abundar sobre la especificidad de las distancias.

Amanece con lluvia y la televisión sigue con su congreso, las flores y ahora el féretro: un cuerpo como muñeco de cera, frente y manos besadas como niño-dios en pesebre; “¡argentinos locos!”, exclama la compañera de depa chilena al observar las imágenes del cuerpo sin vidrio que separe al muerto de los vivos. El inconfundible Canon en Re de Debussy aumenta la atmósfera romántica de los improvisados documentales televisivos.

En cómodo zapping desde el televisor de mi departamento para extranjeros -la ciudad hoy es para los nacionales-, observo el traslado del cuerpo de Alfonsín hacia la Recoleta. En el Pere Lachaise porteño estará sólo “momentáneamente”, insiste en recordar el reportero de TV República. “Momentáneamente” descanzará en paz, mientras se le busca otro lugar, mientras se le construye un monumento y quizá una avenida, un parque, una estanción de “subte”. Entonces recuerdo de nuevo las ideas de Martínez: este país tiene una atracción especial por los cuerpos, y más por los cuerpos muertos. Lo decía por Evita, por Perón, pero también, ahora entiendo, por toda la Argentina.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Campesinos al desnudo

"Por aquí señorita, no se preocupe, ahorita están pacíficos, no van a hacer nada", me indica la mujer policía, quizá reaccionando a mi desorientación, quizá a la sorpresa de todo ciudadano que camina por Morelos y Bucarelli al mediodía de ese jueves. Las macanas, las pistolas, las esposas, los escudos, la mirada alerta, parecen no significar más que rutina para ella.

Armada de pies a cabeza, la mujer custodia a otras cinco mujeres que exhiben lo contrario: su cuerpo desnudo, café con leche, oscuro chocolate, los senos, las caderas, la carne gruesa y suelta bailando al son de la batucada. Uno, dos, uno dos, el mismo paso, los mismos rayos de sol cayendo sobre sus negros, largos y sudorosos cabellos.

Siempre los siguen, me dice la mujer policía, casi cuatro meses siguiéndolos. También los sigue don Carlos, vendedor de cacahuates y demás frituras a cinco pesos la bolsita, “a veces me compran, no siempre, pero yo los sigo a dónde van”, sonríe con su piel morena y su camisa a cuadros, casi se confunde con la marcha, sólo a unos pasos, aunque con camisa.

Jorge, el chico del puesto de revistas, más bien se queja, este día venderá menos porque han cerrado la calle, “lo que me han comprado son revistas de espectáculos, nada de política”, ironiza. No entiende por qué vienen a protestar hasta aquí: “les pregunté que cuál era el salario mínimo que ganaban y me dijeron que 100 pesos al día, aquí es menos, yo trabajo 12 horas para ganar eso, ellos sólo cuatro, pero me dijeron que su trabajo es más pesado y sin descanso, bueno, todo tiene sus pros y sus contras”.


En el templete de rústica madera los pies de las mujeres se raspan pero no dejan de seguir el ritmo, muestran sus cuerpos y su descontento, con sólo un mínimo cartel blanco: “Gobernación nos engaña”; las negras letras cubren su pubis, lo único que han dejado oculto, quizá sólo para dejar espacio a la gran evidencia, a las frases de su protesta.

No son modelos profesionales, pero exhiben sus cuerpos con el mismo valor que sus demandas. La desnudez no es completa para los hombres, pero exhiben su camisa al aire y detienen el tráfico en una pasarela que remite a ritos prehispánicos –uno, dos, uno dos, rodillas flexionadas al compaz de tres viejos tambores. Mezclilla deslavada o raído poliéster de la cintura para abajo, hacia arriba sólo piel tostada en variedad de texturas: esquelética, apergaminada, canosa, abultada, piel expuesta al sol, a las miradas, a lo que venga.

Porque la ausencia de camisa es la bandera de los campesinos veracruzanos que no encontraron mejor forma de protesta que quitarse la ropa en pleno centro de la capital mexicana. Los paseantes, desprevenidos, no entienden lo que dicen, su canto emerge del plástico con rostro de Fox que cubre las cabezas, es una mezcla de gemidos, himnos, porras, ánimo a sí mismos, sólo para sí mismos.

De lejos, el rito de lejos parece un partido de futbol de barrio, de cerca, en medio, el calor húmedo y el olor a sol y sal, a ropa sucia, se contagia, se transmite de un cuerpo a otro como traido de la costa que han dejado.

El juego, sin embargo, no tiene medio tiempo; y no hay balón sino palabras: la palabra como único instrumento, para pelear sus tierras, pero también para responder a los autos que enojados suenan el agudo claxon,para piropear a las pocas mujeres que se atreven a cruzar la calle, su calle.

Aunque Celia se escapó, ríe pícaramente desde la esquina frente a las mujeres desnudas, “el día que decidieron encuerarse yo no fui a la junta, por eso no me tocó”, “¿y tú no te quieres quitar la ropa?”, pregunto mientras echo a su lata de colecta las pocas monedas que traigo de cambio. “Pues no es que una quiera, los líderes te obligan, pero yo ya me escapé”, y Celia sigue su camino, se pierde entre los peatones buscando llenar su lata blanca de monedas para la causa.

La causa es la misma para Amalia Pilar Rodríguez. A ella no la encueran ya, tiene 70 años de edad, y 20 viajando de Poza Rica al D.F., peleando por sus 5 hectáreas de tierra. Resguarda también su rostro, no con máscaras foxianas, sino con una gran manta que habla por ella: “Quieren petróleo huasteco, pero no quieren indios huastecos”. Su mirada atraviesa la mía con temor, “mire a esos policías juntos, están planeando sacarnos, quieren sacarnos de aquí”. Su temor impide más palabras.

Cruzo la calle hacia Reforma. El calor sofocante de los cuerpos al sol disminuye hasta devolver la frescura, los edificios, el olor a carne al pastor de un puesto ambulante donde una multitud ajena al bullicio campesino sacia su hambre. Los policías que Amalia teme piden una orden más de tacos, no hay apuro, me dicen, “todavía hay tiempo, van a estar aquí hasta las 3, pero no va a pasar nada, se ven tranquilos.”


jueves, 15 de mayo de 2008

Día del maestro

Para firmar la renuncia a mi último trabajo tuve que ir a la oficina de recursos humanos. La administradora estaba atendiendo a una señora mayor antes que yo, así que me senté a esperar. “Sólo esperamos a que me llamen para que me den la respuesta definitiva y si me dan permiso ahorita mismo se puede ir a su casa, ya no tiene que ir a trabajar”, dijo la administradora; la señora sonrío tímidamente, los ojos se le hicieron agua y volteó a ver a su hija que estaba de pie a su lado; “mi mamá siempre decía que ojalá le dijeran con tiempo para prepararse y despedirse de todos”, dijo la hija. La señora se iba a jubilar después de 30 años de servicio al gobierno del estado.

En ese momento me percaté que la señora era la encargada de cuidar la galería de la casa de la cultura; siempre que iba a reportear al lugar me recibía con una sonrisa y hasta me explicaba de qué se trataba la exposición. Ella también me reconoció, me preguntó que qué hacía, sentí feo decirle que iba a renunciar, pero le dije y le agregué que sólo tenía seis meses trabajando ahí. Ella sólo sonrío de nuevo, como quien observa a un viajero que apenas empaca cuando ella ya regresó del gran viaje. ¡30 años en un mismo lugar haciendo lo mismo! En cuatro años de vida laboral formal yo llevaba ya cuatro trabajos.

A pesar de que me gustaban mis trabajos, muchas veces sentía que un día más de rutina podía matarme. Siempre me han parecido increíble esos casos que he conocido: 50 años tomando fotos, 40 años escribiendo una columna, 30 años contando el dinero de otros; me parece admirable la pasión o la disciplina, o ambas, pero también incomprensible cuáles son los mecanismos que llevan a una persona a levantarse cada día y asistir al mismo trabajo durante toda su vida. Marx diría que porque están enajenados por el sistema capitalista, pero no le crean todo.


Lyotard tiene razón, los grandes relatos han acabado. Quizá porque el respeto, compromiso y disciplina, cuidar el trabajo como algo sagrado, son valores que estos tiempos postmodernos han alejado de las nuevas generaciones de jóvenes que cada vez tardan más en encontrar o en querer encontrar un trabajo formal y que al tenerlo se vuelve sólo algo momentaneo, un tránsito siempre hacia algo más, no una razón de vida como lo fue para nuestros padres y abuelos.

A mi papá le faltan tres años para jubilarse de profesor, a mi mamá unos cinco. Los he escuchado quejarse del sistema, de los jefes, de algunos colegas, de los problemas que no pueden resolver, de la carga administrativa (de lo que todo mundo se queja en un trabajo), pero nunca de estar frente a un grupo. La profesión es especial porque se trabaja con personas, porque se influye en ellas, porque se cambia de manera real al menos un poco de al menos una vida (mucho más de lo que muchos teóricos podrían asegurar o tener el privilegio de ver sobre su trabajo).

Cambiar el mundo en pequeño, en secreto, desde un aula es mucho más humilde y discreto que querer cambiar al mundo en gigante, con nombre en los medios o en la historia misma, pero quizá más tangible, emotivo y real. Como periodista creía que podía ejercer alguna influencia en mi realidad, en denunciar problemas y cambiar sociedades; al trabajar como maestra me di cuenta que a veces una clase, una lectura bien elegida, una palabra o un gesto pueden hacer más por seres con nombre, rostro e historia que tengo frente a mí y que también me influyen que todos los artículos que pueda escribir a un indefinido lector al que quizá nunca conozca. Sólo he sido profesora seis meses y por ello reconozco que hace falta mucho para que alguien pueda ser llamado maestro, pero llegar a serlo ofrece tantas satisfacciones que puede hacer olvidar la terrible rutina. Felicidades a todos los maestros.